El día que lo iban a matar, Julio César se levantó con la pacificación de la Dacia y la invasión de Partia en mente.
Según Apiano, su plan pasaba por marchar con 16 legiones (unos 60 000 soldados de infantería pesada) y 10 000 jinetes, además de un número indeterminado de infantería y caballería auxiliar.
Todo eso quedó en nada, ya que 60 o más conjurados, con Bruto a la cabeza, lo cosieron a puñaladas el 15 de marzo del 44 a. C.
En una resultona escena llena de drama, se dice, Julio César, entre estertores y aspersiones de sangre, dijo aquello de:
¿Tú también, Bruto, hijo mío?
Esta frase tiene tantas variantes como personajes han narrado el final de César.
A ver, es muy probable que el hombre simplemente no dijera nada, o que aprovechara sus últimos segundos para lanzar una de esas terribles maldiciones romanas sobre sus asesinos. (A juzgar por cómo les fue luego, parece que habría funcionado).
Los historiadores antiguos no tenían absolutamente ningún reparo en inventar, especialmente qué decían los personajes. Frasecitas lapidarias o discursos de varias páginas.
Ahora —supongo: no soy historiador— hablaríamos de mala praxis, pero entonces era un recurso más, una licencia estilística como otra cualquiera.
Ya los historiadores griegos eran capaces de inventar monumentales discursos que tal o cual personaje habría pronunciado 100 años antes.
Dice, por ejemplo, el padre Tucídides (traducción literal):
Cuanto con palabras dijo cada uno, bien cuando iba a entrar en combate, bien cuando estaba ya en él, era difícil recordar la exactitud misma de lo dicho, tanto para mí de aquello que yo mismo escuché, como para los que me informaron de cualquier otro lugar; y como me parecía que cada uno había dicho en cada ocasión las palabras precisas respecto a las circunstancias presentes, ciñéndome lo más posible al sentido general de lo verdaderamente pronunciado, así se dicen.
También los romanos copiaron a los griegos en esto.
Una frase que probablemente nunca fue dicha es también motivo para elucubrar que Bruto fuera el hijo biológico de César. No habría sido imposible, pero sí improbable, pues, al nacimiento de Bruto, César solo tenía 15 años.
Otra frase que se suele atribuir a Julio César es esa que habrás oído y leído cientos de veces:
La suerte está echada.
Incluso su versión en latín:
Alea iacta est.
Curiosamente, la traducción española es una invención que poco tiene que ver con la frase latina, más allá de su significado metafórico.
¡Un saludo!
Paco
P. S. Plutarco, barriendo para casa, afirma que la frase no la dijo ni en latín, sino en griego.