La historia de Orfeo y Eurídice es probablemente una de las más conocidas de la mitología griega, por lo que casi que no creo que haga falta ni detenerse a contarla en detalle.
Claro, como pasa a menudo, una cosa es la historia, que la entienden hasta los niños, y otra cosa es la moraleja.
Como sabemos, a Orfeo, tremendo músico tracio, se le murió su esposa Eurídice.
Si con su lira podía conmover hasta a las piedras, cómo no iba a conmover a Hades, el rey del ídem, morada de los muertos. Ojo, a pesar de lo que vemos en la película de Disney, Hades no era mala persona: solo diligente en su trabajo, que era el de guardar a los muertos.
Pero, como decíamos, se dejó convencer por la música de Orfeo.
Bueno, puedes sacar a Eurídice del reino de los muertos, pero con la condición de que no te vuelvas a mirarla hasta que hayáis salido del todo.
La condición parecía fácil.
Realmente era una cuestión de confianza: confianza en la palabra de Hades, en sí mismo y en la propia Eurídice.
¿Y si, después de convencer al inquebrantable Hades, engañar al tricápite Cérbero dos veces —a la entrada y a la salida—, resultaba que solo había sido un troleo de Hades y no había nadie siguiéndolo?
Claro, Orfeo no resistió la tentación de mirar de reojillo, por lo que rompió el trato y Eurídice tuvo que volver con los muertos.
Orfeo sabía y supo que debió haberse fiado.
Sin embargo, había algo que hacía que le costara fiarse. No se fio y perdió a su amada para siempre.
Una lástima.
Lo de no fiarse, incluso cuando no hay razón aparente para no hacerlo, es común al resto de los mortales.
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Paco
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