Había una vez un señor que cogió todas sus posesiones, las vendió, y con lo que obtuvo se compró un pedrusco de oro.
Buscó un sitio aislado, excavó un hoyo y allí escondió el oro.
Como si fuera un sitio de peregrinaje, cada día iba a visitar el oro: lo desenterraba, lo tocaba, lo besaba, hablaba con él y luego volvía a enterrarlo, hasta el día siguiente.
Un día.
Y otro.
Y más…
Sin embargo, un día se encontró el hoyo vacío, y es que alguien lo había estado espiando y había dado con su secreto.
Volvió a casa llorando y le contó toda la historia al vecino.
Este, viendo la gran congoja y pesar con que lloraba, le dijo:
¡Basta ya! ¿Por qué no coges una piedra, la metes en el hoyo y haces como que es el oro? Al fin y al cabo, ¡nunca le diste ninguna utilidad real!
Fabulaza de Esopo.
A mí me pasó algo parecido una vez con una caña de lomo: la tuve guardada un tiempo (tampoco tanto) esperando alguna ocasión y, cuando fui a meterle mano, se había puesto mala y tuve que tirarla para mi gran pesar.
Hay gente que se compra libros para dejarlos en las estanterías y orgasmearse contemplándolos en formación de batalla, pero no leyéndolos.
Yo no soy pedagogo, pero dicen que los niños adoptan hábitos por imitación.
Si tú lees, ellos leen.
Pero si van a leer y lo que se encuentran es un tostón, entonces dejan de leer.
No les des tostones: dales canela en rama.
¡Un saludo!
Paco
P. S. No todas las fábulas de Esopo o Fedro son con animales.