La primera vez que mi madre vino a visitarme cuando yo vivía en Cracovia, fuimos a visitar el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.
Sin duda, una de esas visitas obligadas para quien está por la zona, pero que difícilmente podría uno querer repetir.
No sé si serían los espíritus de los asesinados, pero desde luego algo se siente al caminar por allí.
Que yo sepa, se puede pasear libremente por Auschwitz-Birkenau, pero diría que la visita carece en buena medida de sentido sin un guía experto que vaya contando, paso a paso, toda la historia de aquel invento del demonio.
Creo que tuvimos bastante suerte: el guía que nos tocó me pareció realmente excelente. Nos brindó una buena cantidad de información, bien narrada, en detalle, pero sin histrionismos ni dramatizar más de lo necesario.
Cuando nuestro recorrido terminó, antes de despedirnos, el guía hizo una reflexión sobre la maldad humana, sobre aprender del pasado, sobre cómo visitar la cuna del mal nos ayuda a concienciarnos de etc., etc.
Ojo, la reflexión me pareció correcta y, nuevamente, sin dramatizar más de lo necesario. Me pareció un buen final para aquella visita.
Sin embargo, no pude sino pensar —deformación profesional, supongo— que yo no valdría para guía turístico. Yo no podría repetir, día tras día (más o menos), una visita a tal sitio, hablar de la muerte de miles de personas, etc.
En realidad, simplemente, no podría contar lo mismo —triste o alegre— varias veces a la semana, varias semanas al mes, varios meses al año, varios años de mi vida.
Por supuesto, la práctica hace al maestro. Me imagino que la visita que guio por primera vez aquel hombre fue bastante peor que la que nos ofreció a nosotros.
Hace ya muchos años, cuando daba mis primeras clases particulares de latín, yo manejaba con razonable decencia la lengua, pero tampoco tanto.
Recuerdo perfectamente que fue, precisamente, durante una clase particular cuando entendí el tiempo relativo y cómo funciona en los distintos infinitivos latinos de los diversos temas verbales.
Ya se sabe: docendo discitur.
O sea: enseñando se aprende.
En su momento impartí bastantes clases particulares. De tanto repetir lo mismo una y otra vez fui entendiendo y puliendo y entendiendo y puliendo mis propios conocimientos y, por consiguiente, mi habilidad como profesor.
Luego, hice un videocurso de latín.
Pero no es lo mismo impartir clases particulares con una persona delante que grabar vídeos hablando solo delante de la cámara.
Al principio puede parecer más fácil, pero es más difícil: bastante más difícil.
Luego, tras grabar horas y horas de contenidos de latín, griego, español para extranjeros, etc., me puse a grabar, de nuevo, el curso de latín.
En informática estaríamos hablando de iteración.
Bueno.
Esta segunda iteración, o versión o edición, del curso de latín me ha quedado fantástica.
Compruébalo en este enlace a mi curso de latín desde cero.
¡Un saludo!
Paco
P. S. Como siempre, la primera es gratis (de hecho, ¡todo el primer módulo lo es!).