
Tebas, una ciudad que siempre tuvo un papel pequeño en la historia de Grecia, aun así podía presumir de sus glorias legendarias, que sin duda superaban las de Esparta o Atenas.
La historia de su fundación por Cadmo, que mató al dragón, era un estupendo cuento de hadas; su buena fortuna, coronada por el matrimonio con una hija de los dioses, fue proverbial en la Hélade; también lo fue la sabiduría de su descendiente Edipo, que resolvió el acertijo de la Esfinge.
Sus murallas con siete puertas, construidas mágicamente con la lira de Anfión, habían soportado un asedio solo menos famoso que el de Troya; dentro de ellas habían nacido el más humano de los dioses y el más divino de los héroes: Dioniso y Heracles, las joyas de la corona de las alabanzas que Píndaro dedicó a su ciudad natal.
Pero, como no se olvida de recordarnos, la ley según la cual «por cada bien que un mortal recibe de los dioses, igualmente ha de recibir dos males» estaba ejemplificada en la casa real tebana, y esto hizo su historia buena baza para la tragedia griega.
Además de una buena cantidad de obras de las que solo nos quedan los títulos, los Siete contra Tebas de Esquilo, las Bacantes y las Fenicias de Eurípides, la Antígona, el Edipo rey y el Edipo en Colono de Sófocles trataban diversos episodios de aquella oscura crónica.
No estamos ante un ensayo, ni ante una obra que se limita a ser un resumen de las obras en que se basa; tampoco es una novela mitológica (retelling). Probablemente lo más adecuado sería decir que es un relato en prosa que reúne, homogeneiza y allana los contenidos de las fuentes antiguas:
- Las partes de Cadmo y Zeto y Anfión contienen material repartido por las obras de los dramaturgos, poetas líricos y mitógrafos.
- La parte de Dioniso y Penteo es esencialmente una versión narrativa en prosa de las Bacantes de Eurípides; el contenido anterior al que trata propiamente sobre Penteo (esto es, Sémele, el nacimiento de Dioniso y el episodio de Licurgo) se basan en referencias de la misma obra de Eurípides y en la Ilíada (VI, 129-140).
- La última parte (desde Edipo hasta Antígona) ofrece igualmente una versión narrativa en prosa de las siguientes cuatro obras, según el orden de los episodios de los que tratan:
- Edipo rey, de Sófocles
- Siete contra Tebas, de Esquilo
- Edipo en Colono, de Sófocles
- Antígona, de Sófocles
- El epílogo, relativo a lo que ocurrió después de la trama de Antígona, es un breve resumen de los episodios de los epígonos, de los que ciertamente se conservan pocos detalles.
Todos estos contenidos, aunque relacionados por su temática, no formaban trilogías ni cuatrilogías, y hay incluso discrepancias de detalles y personajes entre ellos. Por tanto, en esta obra se ha llegado a un compromiso para homogeneizar los pasajes en los que las diversas fuentes divergen.
El ciclo tebano en prosa ligera, siguiendo las fuentes antiguas
Este es el índice del libro:
- Cadmo, el fundador de Tebas
- Bacantes
- El rey tracio Licurgo
- Penteo se opone al culto de Dioniso
- Captura y huida del joven lidio
- Asombrosos actos de las bacantes
- Triunfo de Dioniso
- Destino de la familia de Penteo
- Zeto y Anfión
- Edipo rey
- El enigma de la Esfinge
- La peste de Tebas
- La revelación de Tiresias
- Las primeras sospechas de Edipo
- El mensajero corintio
- Interrogatorio del pastor
- Se revela toda la verdad
- Siete contra Tebas
- Las bodas con el león y el jabalí
- La marcha de la hueste argiva
- La instauración de los Juegos Nemeos
- Antes de la batalla
- La batalla de las siete puertas
- Edipo en Colono
- Llegada de Ismene
- Llegada de Teseo
- Llegada de Creonte
- Llegada de Polinices
- El último viaje de Edipo
- Antígona
- El decreto de Creonte
- El desafío de Antígona
- Enfrentamiento de Hemón
- Antígona se dirige a la tumba
- La defensa de Tiresias
- El terrible desenlace
EpílogoEpígonos
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Algunas respuestas…
Ante posibles preguntas, sus respuestas.
¿Es para niños, para jóvenes, para adultos…?
En principio, no está especialmente destinado a niños; dicho de otra forma, no es una adaptación en ese sentido. Probablemente lo más seguro sea decir que es para adultos y para jóvenes interesados en la materia (incluyendo a estudiantes de clásicas de bachillerato, que luego los llevan al teatro a ver tragedias y se aburren soberanamente por no saber qué está pasando).
¿Es una novela, un ensayo…?
No es un ensayo, ni se limita a ser un resumen de las obras en que se basa; tampoco es una novela mitológica (retelling). Probablemente lo más adecuado sería decir que es un relato en prosa que reúne, homogeneiza y allana los contenidos de las fuentes antiguas. Puedes echar un vistazo a buena parte del principio.
¿Cuál es su extensión?
La extensión es de unas 60 000 palabras (unas 270 páginas). Como referencia, El capitán Alatriste tiene unas 52 000; Carrie, de Stephen King, unas 61 000; el primero de Las crónicas de Narnia, unas 64 000.
¿No es esto hacer trampas o vulgarizar la sublimidad esquilea, sofoclea y euripidea?
No. Los griegos podían comprender las tragedias (y a Homero, etc.) porque ya conocían de antemano el hilo argumental, el contexto, los personajes, etc. Para que una persona actual pueda disfrutar las tragedias, igualmente necesita conocer los contenidos de antemano, y este libro es una estupenda forma de conseguirlo.
Fragmento de prueba
A continuación tienes buena parte del principio de la obra, para que puedas ver cómo es el estilo, etc.
Cadmo, el fundador de Tebas
Había una vez un rey en Fenicia, la tierra de las palmeras, cuyo nombre era Agénor; tenía tres hijos y una hija, llamada Europa, la princesa más encantadora en todas las tierras del este.
Un día en que Europa había ido con sus amigas a los pastos que había junto al mar para recoger azafrán silvestre, mientras arrancaba las flores, un noble toro, blanco como la leche, se le acercó muy mansamente y se quedó allí parado ante la princesa, mirándola con sus amables y lustrosos ojos.
Sus amigas se asustaron, pero ella les dijo:
—¡Niñas, no hay nada que temer! Mirad, este toro es más manso y cariñoso que un cordero. ¡Qué animal más hermoso! Nunca había visto algo parecido entre las greyes de mi padre. ¡Este tiene que ser el mismo rey de los toros! Y me mira como si supiera que estoy hablando de él.
Tras decir eso, le acarició el ancho cuello a la bestia, que al momento se arrodilló ante ella, acercando la majestuosa cabeza al suelo.
—¡Qué toro más amable! —gritó Europa, divertida—. ¿Me estás invitando a montar en tu lomo?
Y de forma juguetona se subió a las espaldas del toro. El animal se levantó con suavidad y empezó a caminar hacia la playa. Al principio iba muy despacio, y las demás muchachas, tranquilas de ver aquello, bailaban alrededor del toro y le tiraban flores a Europa, que se protegía de los coloridos proyectiles riéndose.
Pero cuando llegaron junto a las olas del mar, el toro se zambulló con un impetuoso bramido que aterrorizó a las jóvenes: se metió directo entre la espuma y nadó a toda prisa mar adentro, con su jinete a las espaldas.
En vano gritó Europa pidiendo ayuda, en vano sus amigas llenaron el aire de chillidos: ¡tán rápido desapareció entre las olas que apenas pudieron ver su lindo rostro mirando hacia la orilla, mientras con una mano les hacía señales y con la otra se sujetaba a uno de los cuernos del toro!
Cuando el rey Agénor escuchó lo que le había ocurrido a su hija, enloqueció de pena, pues Europa era la luz de sus ojos, tres veces más querida que cualquiera de sus hijos. Así pues, les dijo a los muchachos:
—No hay duda de que no ha sido un simple toro el que se ha llevado a Europa, sino algún vil hechicero que tomó esa forma para engañarla. Ahora uno de vosotros ha de ir en busca de ese bribón, matarlo y traer a vuestra hermana a casa: de lo contrario, no tardaré en morir de pena.
Entonces Cadmo, el hijo más joven, que quería a su hermana y era de ánimo intrépido, respondió que él iría encantado a cumplir la misión.
—¡Ve inmediatamente, pues! —dijo el rey—. Y procura no volver a Fenicia hasta que hayas encontrado a mi amada hija, o mi maldición sobre ti será terrible.
Así pues, Cadmo cruzó el mar, visitando muchas islas, y llegó a Grecia, y allí la buscó durante un año, pero no tuvo noticias de Europa. Entonces escuchó hablar del oráculo de Apolo en Delfos y allí fue a preguntarle al dios, que le dio esta respuesta por medio de la inspirada sacerdotisa:
—Abandona tu búsqueda, príncipe fenicio, pues tu destino no es encontrarla. Basta con que sepas que Europa es la amante del propio Zeus, que la ha hecho reina de una próspera región, donde vive esplendorosa y felizmente. En cuanto a ti, esta tierra de Grecia será tu nuevo hogar, y también prosperarás aquí. Ve ahora al valle de Pitón, y verás una novilla roja sola en el camino: síguela hasta que se eche a descansar, y en ese lugar construirás una ciudad.
Y Cadmo, fiándose de la palabra del dios, salió inmediatamente del templo junto a sus sirvientes, y la novilla roja lo llevó por los campos hasta que llegaron a un frondoso valle donde se cruzaban dos arroyos, y se levantaba una colina justo donde coincidían los cauces; la novilla subió la colina y se echó a descansar en la verde hierba.
Era un hermoso lugar, pero solitario, y Cadmo se preguntaba cómo había de construir una ciudad sin nadie que lo ayudara excepto los pocos sirvientes que iban con él; sin embargo, no le falló su fe, y decidió comenzar erigiendo un altar a Atenea, la patrona de su casa, y allí le sacrificó a la novilla.
Mandó a sus hombres ir a por leña, mientras él mismo formaba y apilaba montones de tierra para el altar. En la arboleda donde fueron a buscar leña había una fuente consagrada a Ares, el dios de la guerra, que había puesto a custodiarla a un dragón, el más terrorífico de su especie.
En cuanto los sirvientes entraron en la arboleda, el monstruo se echó sobre ellos y se comió a dos de los desgraciados en un abrir y cerrar de ojos. Los demás salieron corriendo y le rogaron a su señor que huyeran para salvar su vida. Pero Cadmo, tras desenvainar su espada, se metió en la arboleda y, antes de que la tremenda bestia pudiera moverse, le cortó la cabeza de un tajo.
En el mismo instante vio a una doncella ante él, ataviada con una armadura reluciente, un casco y un escudo de oro, blandiendo una larga lanza, y supo que se trataba de la mismísima Atenea.
—¡Héroe! —le dijo—, has actuado con valentía, y has de recoger una maravillosa cosecha por tu valor. Toma los dientes del dragón y espárcelos por aquí y por allí, como el sembrador esparce semillas.
Y cuando Cadmo lo hubo hecho, una hueste de hombres armados brotó del suelo, y se lanzaron furiosamente los unos contra los otros hasta que solo quedaron cinco supervivientes. Entonces la diosa hizo un gesto con su lanza y al punto esos cinco guerreros soltaron las espadas y permanecieron inmóviles.
—Cadmo, estos cinco guerreros —dijo Atenea— son los más poderosos, como tú mismo has presenciado, de la poderosa hueste del dragón. Serán llamados espartos, pues nacieron de la tierra tras ser esparcidos los dientes del dragón: serán los primeros habitantes de tu nueva ciudad y los fundadores de un linaje de guerreros que llegará a ser famoso por generaciones.
Tras decir eso, Atenea se marchó, y Cadmo, con la ayuda de los espartos, se puso inmediatamente a construir una ciudadela en lo alto de la colina, y la llamó Cadmea.
Pero Ares, lleno de cólera por la muerte del dragón, y aun así temiendo tocar a un hombre bajo la protección de Atenea, se quejó amargamente ante Zeus y todos los olímpicos de que un mortal hubiera matado a su sirviente y profanado su arboleda sagrada con sangre.
Atenea se levantó y habló en defensa de Cadmo, e intercambiaron acaloradas palabras ella y el dios de la guerra, y ya habrían llegado a las manos —¡tan vehemente era la disputa!— si Zeus no les hubiera ordenado contenerse y someter el tema a votación entre los demás dioses.
Los olímpicos votaron que Cadmo era culpable de asesinato, y Ares clamó por la condena a muerte; pero Zeus dijo:
—No morirá, pues he visto su piedad para con nosotros y la integridad de su alma; además, no sabía que el lugar donde mató al dragón era territorio sagrado. Por tanto, esta es mi sentencia: construirá un templo a Ares en ese lugar, y le servirá allí como esclavo todo un año olímpico.
El año olímpico equivale a ocho años humanos, por lo que durante ese tiempo Cadmo sirvió como carpintero y aguador en el templo de Ares. Gracias a su diligente servicio y su vida inmaculada se ganó el favor de todos los inmortales, incluido el propio dios de la guerra, de modo que, cuando hubieron pasado los ocho años, le otorgaron un honor al príncipe fenicio del que nadie había gozado antes.
Y es que Ares y Afrodita le entregaron como esposa a su hija, la adorable Harmonía. Todos los dioses acudieron al banquete en Cadmea, y las divinas musas se encargaron de la música nupcial.
Muchos años después de aquello, Cadmo se convirtió en sinónimo de buena suerte: en la guerra o en la paz, cualquier cosa que él hiciera acababa bien. Conforme sus riquezas y poder aumentaban, más y más gente se le unía, y a los pies de su ciudadela fue formándose una ciudad bien poblada. Tras varios años, gobernaba un reino tan amplio como cualquier otro en la Hélade.
Sin embargo, hay un antiguo dicho que dice que por cada bien que un hombre recibe de los dioses, igualmente recibe dos males, y eso es precisamente lo que acabó pasándole a Cadmo.
De las muchas penalidades que soportó en su vejez y de la calamidad que cayó sobre su casa a través de la cólera de Dioniso estamos a punto de hablar en detalle.
Además, su tercera hija, Autónoe, junto a sus hermanas, había rechazado y blasfemado contra Dioniso, por lo que el dios la enloqueció también a ella. Vagó frenética por muchas tierras hasta que se encontró con un adivino sagrado, uno de los hijos de Apolo, que la curó y se casó con ella por su belleza.
Se trataba de Aristeo, a quien había alumbrado la ninfa cazadora Cirene, y gozaba de las dotes paternas de la curación y la adivinación, de modo que después de su muerte fue muy venerado como un dios.
Autónoe vivió contenta unos cuantos años y ya creía que solo ella de entre sus hermanas había escapado a la venganza… pero la alcanzó al final. Y es que su único hijo, Acteón, un apuesto joven al que le encantaba la caza, fue a parar un día, por casualidad, al arroyo donde la diosa virgen Ártemis se estaba bañando; y, como se quedó mirando impúdicamente a la diosa desnuda, sufrió un terrible castigo, pues, en cuanto la divina cazadora lo vio, lo convirtió en un ciervo, y acabó despedazado por sus propios perros de caza. Y su madre, al enterarse de aquello, se suicidó por no poder soportar la pena.
Bacantes
Cadmo fue conocido entre los hombres por su valor, su prudencia y su piedad, pero, por encima de todo ello, por el maravilloso favor que le mostraron los dioses, que lo incluyeron en su familia por medio del matrimonio con la hija de Afrodita, la adorable Harmonía.
Los señores del cielo y el mar, con toda la compañía de los olímpicos, acudieron al banquete nupcial en Tebas, y las divinas musas cantaron en él. Pero la prosperidad de los mortales nunca permanece inmóvil, y esto resultó ser verdad incluso para este héroe tan favorecido, que vio a los dioses sentados como invitados en su palacio y tuvo como consorte a la propia hija de la reina del amor.
Desde luego, aquel espléndido matrimonio le causó grandes penas, como se verá pronto.
Cadmo y Harmonía tuvieron cuatro hijas, y todas ellas gozaron de gran belleza; pero la más joven, llamada Sémele, sobrepasaba a las demás como la luna sobrepasa a las estrellas, por lo que sus hermanas la envidiaban. Y no sin razón, pues Sémele no tenía igual entre las hijas de los hombres ni entre las de los dioses. Así y todo, era dulce como una paloma, siempre amable y querida por todos en Tebas, lo cual hacía que sus tres hermanas mayores, que eran soberbias, altaneras y testarudas, la odiaran más aún.
Ocurrió que no mucho después, la belleza de la pobre muchacha le granjeó un enemigo mucho más poderoso que los que ya tenía en casa: Hera, la reina de los dioses. Y es que Zeus vio a la hermosa Sémele y se enamoró de ella y, acudiendo a su alcoba de noche, la sedujo mostrándose con su gran majestuosidad; aun así, no mostró su esplendor divino al completo, pues ningún mortal podría sobrevivir a él. Sémele se entregó a su amante divino, y no una sola vez, pues la visitaba a menudo en medio de la silenciosa noche.
Pero sus escarceos no se le ocultaron a la celosa Hera, que meditaba su venganza. Entonces, tras haber dado con un plan, la diosa acudió ante Sémele con la apariencia de su anciana nodriza y le dijo:
—Muchacha, sé bien (no me preguntes cómo) que tienes a un amante secreto que dice ser el rey de los dioses; pero me temo que te esté engañando un mortal impío haciéndose pasar por el dios para obtener tus favores. Entonces, si no quieres que te busque la desgracia, hazme caso. Esta noche, pídele a tu amante que te demuestre que realmente es el mismísimo Zeus, mostrándosete en todo su esplendor, tal y como hace cuando acude a los dorados aposentos de la reina Hera.
La muy ingenua hizo caso al consejo, para su propia desgracia. Cuando Zeus llegó, le pidió un favor, y él le prometió concederle cualquier cosa. Entonces ella nombró su petición, y con tristeza el dios respondió:
—¡Ah, muchacha de poca fe! ¿Es que no tienes prueba suficiente? Pero… sea, pues incluso los mismos dioses hemos de cumplir con la palabra dada.
E inmediatamente el palacio de Cadmo se llenó de llamas y relámpagos, y la alcoba de Sémele quedó cubierta de humo, mientras el dios sostenía ante ella el terrorífico rayo. O el propio miedo le quitó la vida, o el tremendo fuego abrasó su delicado cuerpo, pero su agonizante muerte dio lugar al nacimiento prematuro de su hijo.
Zeus no consintió que su nuevo hijo muriera entonces, por lo que lo tomó de inmediato de la llameante cama, la pira funeraria de su madre, y con gran sagacidad lo salvó, pues se lo metió en su propio muslo, como si fuera el útero de su madre, y lo mantuvo allí hasta que estuvo listo para el nacimiento.
Entonces Zeus entregó a su hijo, el nacido dos veces, a Hermes, con el mandado de llevarlo a las ninfas del monte Nisa para que lo criaran en sus valles secretos, a salvo de la vigilancia de la celosa Hera. Nadie sabe dónde queda esta montaña sagrada, pero los rapsodas cuentan que está en las lejanas tierras de Asia, pero otros dicen que en India; y que es un jardín de los dioses cubierto de todo tipo de árboles maravillosos, con bosquecillos de incienso y viñas llenas de morados racimos. Suaves lluvias lo riegan constantemente, y las ninfas que viven allí son llamadas híades, o damas de la lluvia.
Ellas criaron al hijo de Sémele en sus parajes sagrados, alimentándolo con divina ambrosía, y lo llamaron Dioniso por su padre Zeus y su hogar, Nisa. Más adelante, se mostró a los mortales con muchos otros nombres, y especialmente por medio del de Baco lo adoraron sus seguidores.
El rey tracio Licurgo
Cuando Dioniso hubo crecido y sentía ya la divinidad dentro de él como si fuera fuego en sus venas, se dirigió hacia el oeste desde Nisa, acompañado por las ninfas de la montaña, sus primeras devotas; y viajó por todas las tierras de Asia y a lo largo de las costas euxinas, y luego a Tracia, y finalmente se dirigió a Tebas, su ciudad natal.
Y es que, por orden de Zeus, el joven dios había planeado un doble favor para los mortales: sus misterios sagrados, que llevan alegrías desconocidas a los puros de corazón, y el don de la viña, que hasta entonces crecía solo en Nisa.
Dioniso estaba deseoso de llevar aquellos dones a su Tebas natal y allí manifestar su divinidad a sus conciudadanos los primeros en toda la Hélade, en honor a su hermosa madre.
Dondequiera que fuera en su viaje —a Lidia, rica en oro, a Frigia y a la bendecida Arabia, y a las tierras de los medos y los persas—, allí plantaba la viña y llevaba el ardiente jugo de la uva, el tónico de los corazones de los hombres; todas las naciones del este celebraban al dios, y sus mujeres se arremolinaban para unirse a su compañía de devotas, y muchas lo seguían conforme marchaba en procesión, danzando al son de las flautas, címbalos y tamboriles.
Pero cuando el dios y su séquito aparecieron entre las tempestuosas colinas de Tracia, el rey de aquella tierra se enteró y fue a su encuentro acompañado de lanceros. Este rey, de nombre Licurgo, era de naturaleza salvaje y se regocijaba en la violencia y el derramamiento de sangre, y criaba unos caballos tan salvajes como él mismo, y los alimentaba con carne cruda para que se hicieran más feroces y cayeran sobre sus enemigos en el campo de batalla como animales de caza, despedazándolos con sus dientes.
Licurgo se había enterado de que un hijo de Zeus había entrado en su país con un tropel de seguidores, y esperaba encontrarse con un imponente guerrero liderando un gran ejército. Por tanto, cuando vio que el nuevo dios no era sino un joven de tiernas mejillas, de tez pálida y grácil como una doncella, con aquellos rizos negros, cubierto por un ondulante manto e inerme, salvo por su tirso coronado de hiedra… y cuando vio además que su séquito estaba compuesto por mujeres, el adusto rey lo despreció.
Con feroz desdén tomó una fusta y fue corriendo contra la indefensa comitiva, y las fue azotando por delante, amenazándolas con arrojarlas a sus caballos devoradores de hombres a menos que se marcharan inmediatamente de sus tierras.
Aterrorizadas, las ninfas y las mujeres de Asia huyeron a las montañas, y tampoco pudo el joven Baco —según dicen— aguantar la furiosa acometida del tracio, por lo que se zambulló asustado al mar, donde Tetis, la reina de los pies de plata, lo recibió en sus brazos, como hacen las madres para consolar a sus hijos.
Pero el rey Licurgo no pudo presumir mucho tiempo de su triunfo, pues Zeus lo enloqueció y privó a sus ojos de la visión, y el rey acabó muriendo miserablemente, devorado por sus propios caballos; y es que no largo tiempo puede escapar a la abrupta destrucción aquel que se enfrenta a los dioses.
En cuanto a las ninfas de Nisa, Zeus se las llevó a los cielos y las transformó en el cúmulo estelar de las Híades, cuya ascensión anuncia las lluvias otoñales. ¡Tal honor imperecedero obtuvieron las divinas nodrizas de Baco!
Y en cuanto a las mujeres de Asia, el dios regresó junto a ellas enseguida mientras vagaban desconsoladas en las montañas tracias; pero ahora, para sus propios propósitos, les cegó los ojos para que no pudieran reconocerlo, y, aunque él mantuvo su apariencia verdadera, ellas creían que era algún joven lidio que las había estado siguiendo durante su marcha por el país.
El supuesto lidio les dijo a las mujeres que Dioniso lo había enviado a él como su guía para acompañarlas hasta Tebas:
—Y es que allí —dijo— es donde quiere el dios que celebremos sus ritos sagrados por primera vez en Grecia. Allí, en su propia tierra natal, volveréis a verle, poniendo de manifiesto su gloria ante el rey Cadmo y su hogar y todo el pueblo tebano.
Cuando las mujeres oyeron aquello, se reconfortaron, y continuaron la marcha guiadas por el supuesto muchacho lidio. Conforme caminaban por las montañas y los bosques, las ninfas oréades y las hermosas dríades y los greñudos sátiros con sus pezuñas de cabra se acercaban a dar la bienvenida a las sirvientas de Baco, y las acompañaban en el camino con risas y música de flautas silvestres, y todo el bosque resonaba con aquella alegre algazara.
Todos aquellos hijos de la Tierra sabían bien quién había acudido entre ellos, pues sus ojos podían discernir mucho mejor que cualquier hombre que aquel era un dios. Prosiguió marchando hacia el sur con su comitiva a través de Pieria, el hogar de las musas, y por la ancha Tesalia, y por las tierras del imponente Parnaso, hasta los bancos del Ismeno y Tebas, la de las siete puertas.
Penteo se opone al culto de Dioniso
Por entonces Cadmo estaba débil por los azotes de la edad y ya no gobernaba Tebas, sino que le había cedido el nombre y el poder de rey al joven Penteo, hijo de la mayor de sus hijas, Ágave.
Esta princesa, y sus hermanas Ino y Autónoe, lo apesadumbraban con los recuerdos constantes de la desafortunada Sémele, a la que calificaban de desenfrenada o, peor, de blasfema contra Zeus, que la había destruido por esa misma razón, pues, cuando las muchachas se dieron cuenta de que su hermana estaba encinta, la acusaron ante su padre, y Sémele, ante el interrogatorio, les había dicho toda la verdad.
No se le había ocurrido a Cadmo poner en duda su palabra, hasta que llegó la desgraciada hora en que el rayo y las llamas la consumieron a ella y —aparentemente— a su bebé nonato.
Solo entonces se le nubló el juicio ante la duda, y las tres princesas, sin ablandarse ante el cruel destino de su hermana, dijeron abiertamente que había cosechado la merecida recompensa de su maldad al atreverse a adjudicarle a Zeus su descendencia con un amante cualquiera. Así, durante muchos años el nombre de la adorable Sémele había quedado condenado entre su propia familia y el pueblo de Tebas.
Y cuando Penteo se hizo señor del palacio de su abuelo, prohibió que se hiciera mención de aquel nombre y les negó, tanto a la infausta madre como a su hijo, cualquier parte de las libaciones y oraciones que les correspondían a los muertos de la familia.
Por tanto, tremendo fue el asombro del joven rey cuando, al regresar a Tebas de una de sus heredades, encontró toda la ciudad alborotada ante la llegada de unas extranjeras adoradoras de un nuevo dios al que llamaban Baco, el hijo de Sémele.
Le dijeron que aquellas extrañas eran unas quince, todas ellas mujeres, excepto su líder, un hermoso joven de suaves mejillas; iban todos ataviados a la manera lidia, con alegres y ondulantes mantos y diademas de múltiples colores; pero iban además engalanados fantásticamente, ceñidos con piel de cervatillo y coronados de hiedra; iban descalzos y llevaban largos tirsos envueltos en hiedra y tocados por una piña de abeto.
Conforme entraban en la ciudad danzando, algunos tocaban los tamboriles y otros tantos entrechocaban los plateados címbalos, y al son de esta música salvaje cantaban con estruendo alabanzas a su dios, animando a los jóvenes y a los mayores a acudir a adorarlo en las montañas.
Los hombres miraban asombrados y con desprecio a partes iguales aquella estrafalaria procesión, pero las mujeres, en cuanto la vieron y oyeron, se vieron poseídas por algún frenesí divino y fueron corriendo a una a las alturas del Citerón, como una manada de ciervos en fuga.
Y lo más extraño de todo, Ágave, la reina madre, y sus hermanas ¡iban a la cabeza de aquella manada! Ante la confusión y el griterío de su marcha, las mujeres lidias y su líder habían desaparecido inadvertidamente, pero sin duda también se habían encaminado al Citerón para celebrar los ritos del extraño dios junto a sus nuevas devotas.
Penteo escuchó estas nuevas con indignación y ordenó a su guardia de lanceros que fuera a la montaña y se trajeran de vuelta a aquellas mujeres engatusadas; pero, ante todo, que apresaran al extranjero lidio que sin duda las había hechizado y lo llevaran al palacio de inmediato.
—Sin duda, se trata de un truhan —dijo—, de un embaucador que vive de aprovecharse de la debilidad de las mujeres, ¡crédulas y supersticiosas como son! Pero haré tal ejemplo de él que su malvada tribu no volverá a atreverse a traer sus trucos y teatrillos dentro de las murallas.
Tras hablar así, subió aprisa a la ciudadela, donde se alzaba el palacio de hermosas murallas que Cadmo había mandado construir tras fundar la sagrada Tebas con ayuda de los dioses.
En cuanto el rey se acercó a la majestuosa entrada, las imponentes puertas se abrieron, y salieron dos ancianos, ante cuya vista el rey se quedó traspuesto de ira y asombro, pues eran su abuelo y el adivino ciego Tiresias, sacerdote de Apolo, y ambos llevaban puestos los mismísimos atuendos que los ciudadanos le habían descrito como propios de los adoradores de Baco.
Guirnaldas de hiedra coronaban la blanca cabeza de Cadmo y ocultaban las arrugas de Tiresias; los dos iban ceñidos de la piel de cervatillo, iban descalzos y blandían un tirso coronado de hiedra en lugar de su bastón. Sin dar crédito a sus propios ojos, Penteo se apartó ante los ancianos que, sujetándose el uno al otro, iban bajando despacio y con cuidado por los amplios peldaños hacia el patio del palacio, pues esperaba escuchar qué decían.